jueves, 15 de marzo de 2012

Seis mil sesenta años

Los gritos aún retumban en la sierra. Las niñas, las mujeres, los bebés y los ancianos claman por sus vidas en los ecos del viento entre las ramas de los árboles, y las súplicas de las víctimas siguen murmurando entre el cántico del río y el rumor de la arenilla en el viento.

Mientras la memoria de los parajes recuerda los horrores atestiguados, los seres humanos se empecinan en olvidar, unos por el gran dolor que los obliga a naufragar siempre en los mares de la evasión emocional, otros simplemente por que les conviene que se olvide, como si eso les aliviara el peso de los señalamientos o como si no les provocara hastío seguirse defendiendo, bajo el prepotente argumento de la defensa de la patria. Como si la patria no fuera hecha de carne y hueso de hermanas y hermanos que viven bajo el mismo cielo, como si la patria necesitara de beber sangre de sus hijos y el desmembramieto de sus hijas para saciar su sobrevivencia.

Entre todo este escenario de olvido y horror, de injusticia y olvido, de dolor y memoria, de muertos desconocidos y familiares perdidos, de selva herida y fusil herético y a más de poco menos de treinta años, cien años, mil años de espera judicial, por fin, por una vez en la tierra de los Quetzales la justicia fue la que gritó con todas sus fuerzas ¡Basta ya!

Hizo falta que desfilaran en testimonio las voces de las violadas y los masacrados, hizo falta que las memorias invencibles insistieran en horadar la insensibilidad, como la gota intermitente horada la piedra a través de los siglos, hizo falta más de una vida de lucha. Pero al final, la luz se levantó contra la obscuridad justo como el primer día de la creación. La sentencia alcanzó al carnicero inhumano.

Ese, que con el pretexto de la defensa de su patria fue capaz de acuchillarla con la matanza de cientos de almas. Ese, que adoctrinado por la siempre conveniente violencia ejercida a su favor y a favor de sus mil veces malditos jefes y superiores. Ese que se regodeó como lo hace el demonio frente a sus huestes mientras robaba almas con su cara pintada de Kaibil.

Ese, ese que al fin y al cabo también es un ser humano que nos recuerda hasta donde podemos caer en nuestra naturaleza, ese, ese general, ese milico, ese comandante, ese asesino, ese "patriota", ese servidor, fue condenado a la pena mínima indispensable para que sus delitos no se olviden por la humanidad.

Lo condenaron a ser despojado de la Gloria y de los laureles y a  la mínima pena de seis mil sesenta años, que es lo mínimo que necesitará para suplicar el perdón de sus 201 pecados.


Chicot, mi querido Chicot. Que liberadora es la justicia cuando hay reparación en contra del olvido.


Foto Reuters.

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